Comunica bien el Gobierno? ¿Existen en efecto serios problemas de comunicación, más allá de la polémica surgida esta semana en torno de la cuestión Malvinas, como para motivar un retiro por parte de los principales voceros oficiales en el emblemático CCK, la nave insignia del culto a la personalidad que caracterizó la gestión de Cristina? A menudo me preguntan sobre estas cuestiones, y confieso que no sé qué contestar.
Si me guío por los resultados, ¿cómo dudar de las virtudes de un equipo y de una concepción teórica que, desde 2005, cuando Macri fue electo diputado nacional, a la fecha sólo cosechó éxitos políticos resonantes, muchos de ellos inesperados, como la victoria de María Eugenia Vidal en la provincia de Buenos Aires? “Nos subestiman”, dijo Marcos Peña, y tal vez tenga al menos parte de razón.
Pero hay quienes sugieren que, al margen de las virtudes del “método Cambiemos”, la estrategia comunicacional del Gobierno es, por lo menos, insuficiente sino errónea: una cosa es una campaña electoral, donde el objetivo es seducir a los votantes, y otra muy diferente es comunicar actos o planes de gobierno, sobre todo en un país tan complejo, amplio y diverso (en contraste con un distrito relevante pero acotado y, sobre todo, más rico y homogéneo que el promedio del país, como la Ciudad de Buenos Aires). Respecto de los éxitos logrados por los estrategas de Macri, el contraargumento principal apunta a un conjunto de escenarios contrafácticos que sugieren que el ajustadísimo triunfo de Cambiemos tuvo mucho más de contingencia (en la ciencia política contemporánea, el concepto más aceptado y utilizado es tujes; en el país suele adquirir una connotación más gaseosa) que de planificación estratégica, incluyendo la utilización de redes sociales, mensajes esperanzadores y cosas por el estilo.
En efecto, ¿qué hubiera ocurrido si, en vez de Zannini, Cristina le hubiera dejado elegir a Scioli un compañero de fórmula más competitivo (menos tóxico), que no asustara tanto a los electores independientes? ¿Y si Randazzo hubiese aceptado ser candidato a gobernador o Domínguez le hubiese ganado a Aníbal (en los papeles, no sólo en los rumores o especulaciones de los corredores del poder)? ¿Cuál hubiera sido el nivel de participación de los voluntarios que fiscalizaron la elección presidencial si en Tucumán los comicios se hubiesen desarrollado con relativa normalidad, sin tantos escándalos? ¿Y si arreglábamos con los buitres, volvía el financiamiento, crecíamos fuerte y hasta bajaba algo la inflación? ¿Los sectores medios y medios altos, principal base de apoyo de Cambiemos, hubiesen alterado sus preferencias en un contexto sin tantos cepos ni profundiz ación del intervencionismo autárquico? ¿Acaso hubiese alcanzado Scioli una diferencia más significativa en la primera vuelta (incluso más de 40%, más 10 puntos de diferencia) de haber concurrido al primer debate televisado en la historia política argentina? ¿Y si la campaña duraba una semana más, la tradicional propaganda negativa del FpV hubiera tenido más impacto? Planteos. Estos interrogantes plantean, además, escenarios inquietantes respecto de la solidez de la vocación de cambio que en efecto ha demostrado y aún tiene la sociedad: a pesar de todo lo anterior,
Macri ganó la segunda vuelta apenas por 2 puntos y medio. No cabe duda de que un eventual triunfo de Scioli hubiera cuestionado de manera terminal la estrategia desplegada por Peña, Duran Barba y compañía. De todos modos, es probable que el resultado obtenido los haya obligado a replantearse el margen de acción del nuevo gobierno. Se entiende, entonces, que el imperio del gradualismo haya penetrado transversalmente la agenda gubernamental.
Por algo el peronismo abandonó tan abrupta y contundentemente a Cristina: indudable mariscal de la derrota, responsable de un descalabro electoral y político sin precedentes, no merece ni siquiera la más mínima solidaridad en medio del tornado judicial en el que está metida. A pesar de que, en un reciente sondeo elaborado por D Alessio IROL, un 30% de los argentinos aún tiene imagen positiva de la ex presidenta, y en la provincia de Buenos Aires ese porcentaje se eleva a la mitad. Eso no se traduce automáticamente en votos, pero no abundan los potenciales candidatos que puedan mostrar semejante aceptación en el principal distrito. Por eso todos los caminos, o casi, parecen conducir a Massa, que no está solo ni espera, sino que trabaja para consolidar una estructura que, a diferencia de lo ocurrido entre 2013 y 2015, con el peronismo pero con una vocación frentista y plural, se proyecte como alternativa de poder ampliando su base de sustentación. Lo mismo que hizo Macri con la UCR y la Coalición Cívica.
Una cuestión hasta ahora menos debatida es si los cuestionamientos a la comunicación oficial apuntan a los qué o a los cómo. Algunos especialistas sostienen que el Gobierno hace mucho más de lo que parece, y que algunos temas importantes se diluyen en la vorágine del día a día. Tal vez por estar integrado por tantos hinchas xeneixes, el equipo presidencial parece haber olvidado aquello de poner el huevo y además cacarear. Otros, por el contrario, apuntan a las formas: el combo redes sociales/timbreo no parece convencer demasiado a los segmentos más convencionales de la coalición de gobierno. Por ejemplo, esta semana Ernesto Sanz embistió sin tapujos contra Jaime Duran Barba, a quien culpó por algunos de los principales errores del Gobierno. Sorprende dicha actitud de alguien que conoce de sobra que en última instancia es Macri el que toma o avala las decisiones más importantes.
¿Es necesario que el Gobierno haga más “política”? ¿Qué significa eso exactamente? ¿Qué clase de acciones, en concreto, no se están llevando a cabo que mejorarían en todo caso los resultados de la gestión? El Presidente afirmó que pasa el 80% de su tiempo con el matafuego en la mano apagando incendios y que solamente en el 20% restante puede pensar en el mediano y largo plazo.
Es posible que una vez que se ordene un poco más la agenda y se despejen cuestiones acuciantes (el lío de las tarifas, por ejemplo, consumió muchas más horas y paradójicamente energía de lo pensado, desplazando o postergando otras prioridades), lo importante se imponga a lo urgente. O todo lo contrario: el avance del calendario electoral podría desviar el foco otra vez hacia la coyuntura. Y el debate sobre las cuestiones de fondo (las reformas estructurales, la calidad institucional, la competitividad, el futuro del empleo) sufrirá una nueva, costosísima, típicamente argentina postergación.