Alemania, Italia y España pudieron exorcizar sus horripilantes fantasmas militares del pasado, inigualablemente mortíferos, sin que sus actuales Fuerzas Armadas tengan que cargar esos pavorosos crímenes en sus espaldas para siempre.
Pero en la Argentina eso es del todo imposible: los fantasmas que derivan de la última dictadura militar tienen mayor entidad que los del nazismo, el fascismo y el franquismo. Los crímenes cometidos, para colmo, en nombre del Estado, entre 1976 y 1983, no llegaron, ni de lejos, a las dimensiones colosales de aquellos, pero es aquí, y no en Europa, donde nos quedamos empantanados con ese trauma. Es obvio que víctimas y deudos de ellas lo sufrirán de por vida. En esos casos, solo cabe la solidaridad, la comprensión y el reclamo legítimo de que la Justicia actúe hasta las últimas consecuencias.
Pero el resto de la sociedad debe hacerse cargo de resolver el tema y dar vuelta la página, lo que no quiere decir olvidar ni justificar ese capítulo negro de nuestra historia contemporánea. Por las declaraciones impetuosas y el acto de los últimos días frente al Ministerio de Defensa, eso parece estar muy lejos de suceder porque persiste una perversa “zona de confort” política que consiste en revolver continuamente esa herida antigua para impedir su cierre definitivo.
No bastó con que los máximos responsables de la represión estén presos o hayan muerto en cautiverio; no bastó con que se mantenga en un inaudito limbo eterno de prisiones preventivas que duran décadas a muchos otros militares “por si acaso”; no bastó con que se haya reducido a las Fuerzas Armadas a una mínima y casi humillante expresión y se las tenga arrumbadas en un rincón para nada. Y no son pocos 70.000 efectivos, que el actual gobierno pretende reducir a 50.000, al tiempo de llevar adelante un cambio profundo de paradigma, en una tarea que por lo menos demandará tres años, para volverlos eficaces frente a los nuevos peligros foráneos (ciberterrorismo, narcotráfico, terrorismo islámico, pesca pirata, etc.), que ya no pasan por guerras convencionales con países vecinos, al menos en nuestra región.
Mauricio Macri apeló a un decreto para reponer el espíritu de la ley original de Defensa, de 1988. Es que en 2006 el que se atrevió con un decreto a toquetear y empeorar a ese verdadero monumento al consenso democrático votado por todas las fuerzas políticas fue Néstor Kirchner, con el auxilio de Nilda Garré. Eliminarlo con el mismo procedimiento puede que no sea lo ideal y hasta se entrevé cierta cuota de malicia (¿involuntaria?) por parte del Presidente.
Cristina Kirchner directamente le pasó por encima a ese texto alumbrado en la primavera alfonsinista cuando nombró a César Milani al frente del Ejército, hoy preso por violación de los derechos humanos, y al que intentó encaramar al frente del espionaje interno.
Fue más que interesante la visita del exministro de Defensa de Alfonsín, Horacio Jaunarena, el jueves último al programa Terapia de noticias, que emite LN+. Allí explicó muy bien la diferencia sustancial de labores entre cuerpos de seguridad (policías, Gendarmería, Prefectura) y Fuerzas Armadas. El objetivo de las primeras, recordó, es disuadir; la meta de los militares, en cambio, es destruir al agresor externo. De allí, la tragedia desatada cuando apuntaron sus armas hacia adentro y es lo que se debe evitar a toda costa que vuelva a suceder. Pero eso no ocurre, por lo menos, desde hace 35 años. La última asonada carapintada, en diciembre de 1990, cuando ya gobernaba Carlos Menem, fue aplastada por los militares leales que defendieron la democracia.
También debe evitarse que se vuelva a constituir el “partido militar”, que allanó el camino al poder de fuerzas conservadoras en distintas etapas y que en 1945, en un giro copernicano, parió al peronismo.
Pero, asimismo, es menester dar vuelta la página -que tampoco significa liberar a nadie que deba purgar su pena- para que la causa de los derechos humanos no sea objeto de constante manipulación política y pueda ampliar su campo de acción hacia otros aspectos sobre los que no presta atención.
El periodista Martín Granovsky, que en Página 12 apeló a un título desafortunado por lo tremendista -“Macri nos lleva a la muerte, 30 años después”-, pareció recuperar cierta cordura en una parte de su artículo, lo que debe haber fastidiado a buena parte de su feligresía, al apuntar que “un general de 55 años tenía 13 años, en 1976”.
Aquí también la grieta se expresa en toda su dimensión: según una encuesta reciente de D’Alessio IROL/Berensztein, ocho de cada diez votantes de Cambiemos creen que la reconversión de las FF.AA. será útil, pero solo dos de cada diez seguidores de Cristina Kirchner piensan lo mismo.
Hoy, los kirchneristas, que callaron ante Milani y el Escudo Norte (certezas), son los que se rasgan las vestiduras por lo que Macri pudiera llegar a hacer con los militares (suposiciones). Necesitan soñar despiertos pesadillas a medida (los militares reprimiendo conflictos sociales) para confirmar así sus peores presunciones sobre el Gobierno. Es un deseo paradójico y vehemente en el que se potencian con la izquierda, siempre dispuesta a ser funcional para contribuir a los malestares reales o imaginarios.
Resulta absurdo que fuerzas políticas más serias se pongan de acuerdo para derogar en el Congreso un decreto que pretende anular otro para volver al texto original firmado por el padre de la democracia.
Publicado en La Nación el 29/07/2018